Durante los años como estudiante en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Talca logré, entre muchas otras cosas importantes, entender el valor de la materia y el crear a partir del propio entorno. De lo anterior mi interés por estudiar en este caso un material especifico, sus propiedades, para hallar cualidades y posibilidades ignoradas o no tomadas en cuenta.
Hallar esas cualidades y posibilidades se traduce entonces en una búsqueda a través de la experimentación:
tomar el objeto, cortarlo, estirarlo, comprimirlo, romperlo, encajarlo, e incluso hasta apedrearlo, como un sin fin de opciones más, pues estas pruebas van revelando un entendimiento a raíz de una progresiva sensibilización con el material.
Oír con detalle el crujir del envase al ser comprimido con fuerza, posibilita entender resistencias que el propio material y su figura van asumiendo hasta llegar a un punto de estabilidad entre la fuerza que se busca obtener y la fuerza que ofrece el material en su nueva geometría.
Hoy en día nos hemos acostumbrado a un entorno material repetitivo y de catálogo, alejándonos cada vez mas del “tacto” que nos ofrece la experimentación del entorno y sus materiales.
Por mi parte, creo entender que en la mayoría de los casos el arquitecto es un usuario y partícipe de los avances tecnológicos y al mismo tiempo un consumidor de productos en venta. Por consiguiente,
la arquitectura, como en muchas ocasiones, se vuelve estándar y con materiales descontextualizados
que no responden a los verdaderos requerimientos en nuestras obras.
La Escuela de Arquitectura de la Universidad de Talca en repetidas oportunidades me aprovisionó y guió en este tipo de búsquedas y gracias a ello puedo entender pequeñas sutilezas que nos pueden
enriquecer como arquitectos. Esta vez, este estudio intenta dar prueba de aquello: que con sólo un pequeño gesto; el gesto de aplastar de una manera diferente, significa marcar la diferencia entre una pieza constructiva y la palabra basura.
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